Refugiado y excombatiente saharaui: «Desde 1975 no ha cambiado nada»

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Campo de refugiados de Auserd (Argel), 7 nov (EFE).- Salama perdió su hogar en 1975 y siete años más tarde una de sus piernas luchando en el norte del Sahara Occidental contra aquellos que habían ocupado su tierra.

Cuarenta años después, peina canas y no ha perdido un ápice de ese ardor guerrero que le llevó a sumarse a la causa del Frente Polisario, pese a que la dura vida en el desierto ha dejado marcas también en su rostro, prematuramente avejentado.

«Yo soy flojo para la guerra ya, pero tengo mis hijos, tengo un saco de hijos para alimentar la guerra», explica a Efe en la «jaima» (tienda de campaña) en la que ahora vive, obligado por las lluvias torrenciales que han arruinado los míseras casas de adobe.

«Estamos dispuestos a dar los hijos. De Marruecos no queremos saber nada. Ni Mauritania, ni Marruecos, ni España, ni nada, seguimos con las mismas convicciones», responde cuando se le pregunta por una solución política que parece varada.

La azarosa vida de Salama comenzó a cobrar tintes de tragedia el 6 de noviembre de 1975, fecha en la que el entonces rey de Marruecos, Hasán II, aprovechó el estertor de la dictadura española para ocupar El Aaiún, capital del Sahara Occidental.

Miles de soldados marroquíes entraron ese día en la capital de la entonces colonia española amparados por una manifestación civil y popular de supuesto hermanamiento a la que se bautizó como la «Marcha Verde».

«Presencié esa marcha verde. Enseñaban a la gente que venían de forma pacífica. Repartían frutas, verduras, pero los jóvenes tomaron esas verduras como armas y las tiraron contra ellos, pero no dio ningún resultado», rememora.

«Repartían corderos, fruta, verdura, como si la gente del Sahara fuera miserable. Los saharauis nunca han vivido en la miseria. Ellos pensaban que la gente quiere lo material, pero la gente no piensa en lo material, quiere ser libre», subraya Salama.

En el cielo limpio de Auserd las estrellas fugaces caen como las hojas de otoño, y este antiguo profesor respira hondo, mira hacia el infinito y cruza las manos antes de recordar con emoción como fue su huida.

«Salí dos días después, rumbo a Gueta», localidad en la frontera de Mauritania, y llegó a Auserd en enero de 1976, tras una kilométrica y penosa travesía por el desierto.

«Nos hemos chocado aquí con epidemias, enfermedades, (niños) de un año hasta cinco se llevaban en camiones a la tumba. Una epidemia terrible, una generación entera se perdió», subraya Salama, que se afana por contradecir las versiones románticas del éxodo que se han presentado a través del cine.

Apenas hay baúles con llaves, documentos o recuerdos que todavía se conserven para un eventual regreso: «la mayoría de la gente vino solo con lo puesto. No trajeron nada. Pero mediado el tiempo, se recuperó todo. Con que haya vida todo se pude recuperar», subraya.

«Gracias a las ayudas del vecino argelino, que llegó aquí con medicamentos, se salvaron muchas vidas. Era muy difícil vivir aquí. No había nada, nada, solo mantos de mujeres. A veces se montaban las tiendas con mantos de mujeres», explica.

Instalado en este pedazo de inhóspito desierto, Salama, que entró en contacto con el nacionalismo saharaui durante las manifestaciones en contra de la presencia española de 1970, pronto colgó la regla de profesor y la cambió por el gatillo de una batería antiaérea.

«Vi que todos mis amigos comenzaban a tomar las armas y me incorporé al Ejército a finales del 76. En la parte sur, contra Mauritania», señala.

Cuando en 1979 este país bajó las armas y abandonó la zona que le había sido asignada en los «Acuerdos de Madrid», se incorporó al frente norte.

Una guerra de guerrillas que se transformó en una guerra de desgaste cuando Marruecos, «con ayuda israelí», levantó el muro que aún hoy divide el territorio en espera de que se celebre el referéndum que los saharauis demandan, que España admitió en la década de los sesenta y que la ONU apoya.

«Una bomba sembrada cerca de Dahla, una mina anticarros de combate se llevó el coche, a mi y a quien estaba conmigo», recuerda con dificultad Salama, único momento en el que su relato se aturulla y confunde.

«Era una mañana del 15 de julio del 82. Desgraciadamente estaba solo, un vehículo solo en pleno desierto, sin agua, sin nada, pasé casi cuatro horas ahí solo, sangrando (hasta que) vino un coche a recogerme», agrega antes de volver a insistir en que, como muchos jóvenes de los campamentos, no cree ya en el proceso político.

«Estamos en manos de las Naciones Unidas, pero no creo que estemos en unas manos muy seguras. Porque hasta el momento no hicieron nada», se lamenta.

«Las mismas convicciones del 75 siguen, no ha cambiado nada, nada, nada», concluye sobre un capítulo de la historia del Sahara, y de España, que cuarenta años después aún sangra.

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